TREN DE VIDA

Trayecto 1: A todo tren

Stacja Frankfurt na Odra. Francfort del Oder. Abogados, estudiantes, albañiles, profesoras, neonazis, obreros, vietnamitas, abuelas made in GDR, africanos y hombres de negocios esperan bajo un sol de justicia a que el próximo tren los aleje de esta histórica frontera entre Polonia y Alemania.

Yo también estoy allí, para colmo no de periodista, ni de viajera que se da una vuelta, piensa uy qué difícil y adiós muy buenas. A una le encantan las lenguas con siete declinaciones y cinco consonantes por sílaba, sabe que para disfrutar del calor no hay nada como Argelia y que el Este, este Este, nos queda cada vez más cerca. Pertenezco a la población Viadrina, ese grupo de extravagantes de la Universidad Europea que habla en no sé cuántas lenguas y que los habitantes de la región debieron de ver, en un principio, como una invasión de extraterrestres. El termómetro hace sus pinitos hasta los 30 grados. Los letrados trasladan sus actas a la sombra antes de que la corrupción se derrita. El catedrático de Economía se quita la corbata que casi se le enreda en la cartera negra. Dos neonazis se arrepienten de haberse puesto las botas de batalla en un día tan poco ario. Y esto es Europa, también es Europa, lo más provinciano y lo más internacional cara a cara, gracias a que los trenes alemanes, para llevarle la contraria al topicazo, se retrasan a placer.

La estación de este Frankfurt deja mucho que desear. Da incluso la impresión de que nadie viene por la ciudad como quien viaja digamos a Verona o a Granada o a Cracovia o a Viena. Todos los que estamos esperando en el andén hemos hecho lo que teníamos que hacer, hemos corrido los quinientos metros vallas para que no se nos escapara el tranvía y soñamos con el home sweet home aunque nadie nos prepare la cena.

Pasa una locomotora sin vagones, un armatoste de película del salvaje Este. Poco después entra en escena el regional en dirección a Brandemburgo. En el andén de enfrente un graffitti nacionalista : Lega Warszawa.

Hoy no es viernes. Esta tarde no revisará la policía fronteriza las mochilas de los que van a Polonia. Tampoco pasará ningún gorila de vagón en vagón, pidiéndole los papeles exclusivamente a viajeros negros y de rasgos árabes, ni conoceré a ningún argelino de Orán, como aquella tarde, cuando un joven me describió el lugar donde nació mi padre.

Aquí en este andén, junto a la Granica, la deutsch-polnische Grenze, imagino el paisaje medio andaluz medio árabe del que tuvo que marcharse mi familia cuando empezó la guerra. Una ciudad con minaretes, bazares, zocos, en el norte de África, hoy separada de su entorno por una de esas encantadoras fronteras europeas que intentan evitar que nos mezclemos con nuestros vecinos más próximos. Le quitaron el muro a Berlín (no cayó solo) y se lo pusieron a Ceuta y Melilla. Y desde entonces el Estrecho de Gibraltar lleva camino de convertirse en un inmenso cementerio submarino. Sin cruces, claro.

Comparada con la frontera de aquel Sur, una pura tragedia cotidiana, la de este Este parece suave. Y además quedará abierta algún día, aunque sea en cinco, en siete o en diez años. Paciencia.

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