EL CAPOTE ROJO

Muchos berlineses del Este se situaban en la otra acera de la Friedrichstr. y observaban ese ir y venir, pero sobre todo el ir, esa avalancha hacia el capitalismo. Había tiendecitas cerradas, abandonadas, aunque la pastelería y los grandes cafés se habían mantenido. De repente una abuela empezó a gritar lo que tal vez estuvieran pensando otros de los espectadores ya mayores: “Se van y nos dejan aquí solos. Mírenlos, todos los jóvenes se van. Les abrieron la puerta y se van todos.”

Me acerqué a la señora para explicarle que ya nada era definitivo, que sus vecinos volverían por la noche porque ahora era posible entrar y salir.

- ¿ Y usted cómo lo sabe? Se han marchado ya miles y miles que no van a regresar nunca.

Al atardecer nos acercamos a la Puerta de Brandemburgo. Había militares armados de pie sobre el Muro y ya nadie se lo saltaba como en la primera noche. Se respiraba incertidumbre. Le preguntamos a un VOPO, a un policía, que si ya había estado al otro lado. Nos contestó que había tenido que trabajar todo el tiempo, pero que en cuanto librara quería visitar los museos. Nos sorprendió: el VOPO de Berlín Este era el único, el único que en ese momento mostraba un interés cultural por la media naranja de su ciudad. Llevaba muchos años deseando ver las exposiciones de pintura contemporánea, nos confesó en voz baja. Para que luego digan de las fuerzas del orden.

Cenamos en casa de Thomas. Simplificando se podría decir que era el amigo de Marta, novio son ya palabras mayores. Aunque muy amigos tampoco parecían. Marta vivía con él sin pagar alquiler, y el muchacho era muy servicial. Nos dejó una máquina de escribir eléctrica y un calefactor. Estábamos a bajo cero y en la habitación sólo había una estufa pequeña de carbón.

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